Cuando abrí por primera vez la lata del té negro pakistaní, fue como destapar un pequeño cofre de especias. El aroma me golpeó de inmediato (de la mejor forma posible): una mezcla de canela cálida, jengibre vibrante y ese fondo oscuro y terroso del té negro que me hizo pensar en mercados lejanos, con montones de especias apiladas y vapores de chai en el aire.
Vienen 45 pirámides en una lata que se agradece por su diseño práctico y bonito, y la verdad es que las bolsitas en forma de pirámide me parecen un acierto total.
Mi primer encuentro fue al estilo clásico: una pirámide en 200 ml de agua a unos 95 °C, infusionada durante 4 minutos. Lo que más me sorprendió fue el equilibrio: el té es fuerte y con carácter, sí, pero no agresivo. Las especias no se pelean entre sí, sino que forman un equipo donde la canela pone la dulzura, el clavo y la pimienta negra despiertan los sentidos, y la cáscara de naranja da un toque cítrico que lo aligera todo.
Luego, me animé con la versión chai latte: infusioné la pirámide en mitad agua y mitad leche vegetal caliente, con una cucharadita de miel. Lo usé como “combustible” para arrancar un lunes gris y funcionó mejor que mi café habitual. Me sentí despierto, pero sin ese nerviosismo que a veces me da la cafeína. Además, el sabor reconfortante hizo que el comienzo del día fuera más amable.
También lo probé frío, con hielo y un chorrito de miel. Perfecto para esas tardes calurosas donde quieres algo con personalidad, pero refrescante. No pensé que un chai frío funcionara tan bien, pero lo hace. Me lo llevé en una botella térmica a una caminata de 7 km y fue como llevar un pedacito de comodidad en medio del bosque.
No es un té suave ni discreto; es para quienes aprecian los sabores intensos, las tradiciones orientales y un pequeño momento de lujo diario.